Los rumores de la ciudad coronada me han traído hasta la avenida Abancay. Desde esta esquina logro divisar inquebrantable una torre rodeada de Lima, de provincia, de Perú. Vislumbro entre la bruma que dejan los autos el parque en el que se luce su empinada figura. Su rostro acaso amigable me muestra las manecillas de un reloj en movimiento. Son las 6 de la tarde, me dice. Me acerco presuroso como flotando entre los vehículos que cruzan la calle mientras un semáforo indeciso se niega a madurar. Frente a mí, un parque que huele a mendigo. Aromas indigentes se cuelan por los arbustos para despedir un canto migrante. Cholo soy. Pero también muchacho provinciano. Puras flores de canela. Musicales estampas que salen armoniosas de los parlantes ubicados en la rotonda principal. ¿Y los universitarios? El parque, a mis ojos, no es de ellos. Me niego a creer que el nombre de este jardín cercado sea otro cuento. Aquí veo ancianos leyendo periódicos y mujeres vendiendo postres dulcísimos que empalagan. Al otro lado payasos ambulantes que se ríen como idiotas al son de chistes panfletarios que me permiten cavilar sobre nuestra lacerada realidad. Se burlan de todo. Incluso de ellos. Luego se confunden orgullosos entre la ovación de un auditorio improvisado que celebra la gracia del talentoso ignorante. No es bueno seguir aquí. Me convierto en un foráneo turista ávido de datos que ilustren mi improvisada visita. Camino alejándome de la entrada rodeado por un séquito de felinos compañeros que ronronean a mi paso. Una comparsa de bigotudos inquilinos me obliga a detenerme para tomar una instantánea. Volteo. Hacia el otro lado diviso la estatua que según la losa es de Sebastián Lorente; el “Maestro de la juventud”. El petrificado profesor e historiador español me mira con seriedad y me extiende su mano en saludo formal. Me alejo con dirección al reloj que había captado mi atención. Enorme se alza ante mi vista. Un coloso en la senectud de su vida. La historia lo recuerda como un intérprete de lujo que cantaba entonado nuestro himno nacional. Aunque nació en Alemania, corre desde su corazón de concreto y mármol sangre peruana. Un fortín que en décadas pasadas fue el símbolo de la protesta estudiantil, ánima de la revolución, testigo de marchas impetuosas de universitarios contestatarios que luchaban por sus derechos y por los derechos de aquellos que no pueden luchar. Miro atento su estructura. Cavilo. Un anciano se acerca y me comenta con su suave voz que tanto la torre como el resto del parque fueron remodelados por el alcalde hace algunos años. Enhorabuena, atino a decir, aunque su rostro surcado de arrugas sentencia una frase sinigual: “Por más lavadas de cara que le den, este lugar no volverá a ser igual”. Lo entiendo. No lo culpo. Comparto su pesar. El tiempo no perdona. Hoy es un parque del ayer. El brillo de los foros estudiantiles que debatían fragores de versos políticos en los que se recitaban verdaderas piezas del arte popular se ha esfumado para no volver más. Me desentiendo por un momento del reclamo que me une al anciano y corro hacia el otro extremo del parque. Dos figuras de mármol me dan la bienvenida: Bartolomé Herrera e Hipólito Unanue, dos caballeros inmóviles ante mis ojos, habitantes del otrora recinto cívico que hoy nos recibe como un tugurio del comercio informal. Contraste a la vista al compararse con la Casona de San Marcos ubicada en la esquina. Por lo menos hoy, todo luce remodelado. Las pilas y las piletas han sido maquilladas una vez más. Hasta las flores que circundan el lugar parecen estar más alegres. Levanto la vista por enésima vez tratando de almacenar en mi frágil memoria la escena. Me despido con una incierta esperanza en los labios. El Parque Universitario ha cumplido ya un siglo de vida. Esperemos que algún día su nombre no siga siendo una mentira.