Soy, a pesar de su recelo, testigo del muladar en el que se hunde su triste mirada. Busca rostros samaritanos y manos solidarias a través del lente, pero solo encuentra mi gesto de sabueso fotógrafo dispuesto a ser el carnicero de su imagen, el proxeneta de su estampa, el mercader de su retrato. Me asomo por el agujero que me otorga tan lastimera vista y pido perdón en silencio, aunque sé que es inútil. El jirón está colmado de bulla y mi corazón de pena. Aprieto el obturador como si se escapase de mi ser el último esfuerzo por matar a un condenado en el pelotón de fusilamiento y lanzo un disparo certero que libera mi mórbida curiosidad. Ya desde los segundos previos, sus ojos habían marcado mi inquieta figura quebrantando su sosiego. Antes de encontrarla, mi cámara y yo habíamos caminado por calles y plazas del centro de la ciudad en busca de cuadros sorprendentes, distintos, resaltantes, mágicos. Llegamos a esta iglesia aturdida por el ruido urbano y sepultada en un manto de fe, de plegarias, de milagros por cumplir, de cánticos animados y de mendigos aferrados al deseo de la misericordia. Ahí, postrada en la vereda, muy cerca del portón de la entrada, estaba ella y su lamento interminable, asaltando mi tarde, justificando mi búsqueda, revolviéndome la conciencia. Está cubierta por ropones de lana que la abrigan y que la protegen de la frialdad de los que la observan con cautela y con displicencia, por ello sus inacabables años apenas asoman en su piel cobriza, mientras los pliegues que delatan su vejez, forman un ademán de enojo en su frente, pretendiendo que retroceda en mi labor. Me queda claro, entonces, que el temor por ser fotografiada la embarga. No tiene el tiempo necesario para posar, ni para mostrar su mejor ángulo, este no es el espacio ni el tiempo precisos. Yo estoy en falta. Me debo retirar, aunque antes advierto que lleva entre sus agrietadas manos una colección de rosarios que intenta vender entre los feligreses que la circundan. Pienso, entonces, que ella es una comerciante de la fe, de la quimera, del rezo por las mañanas, tardes y noches, de los pechos compungidos que cada domingo son azotados por un puño traidor, de la limosna que los ricos por piedad despojan, de las batallas interminables en las que se lucha contra un mundo avaro y promiscuo, de la rebeldía que habita en las mentes de los callejeros, del desamparo que agobia a los huérfanos. Es, en suma, una farisea que cobija en su interior el deseo de dar pena en sus últimos días, aunque en la realidad, sea la madre necesitada de algún preso o desahuciado que pasó a mejor vida. Olvido todo y lanza mi máquina un alarido mecánico que pasa desapercibido porque el llanto desconsolado de una niña grosera y pudiente irrumpe en la escena. Me desentiendo de la anciana por un momento mirando a mi alrededor. Luego regreso a ella. La miro otra vez y ella hace lo mismo conmigo. Su fotografía me impacta. El ambiente huele a suerte miserable bajo el cielo gris, a enfermedad terminal de viciosos asesinos de sus propias vidas, a rosarios tirados en la acera pisoteados por niños insolentes, a viejas plegarias lanzadas al viento de octubre, a indigentes que se arrastran en las entradas de las iglesias por unos pocos centavos. Huele a todo menos a nada. Y nada me queda por hacer. Me acerco, deposito en sus palmas lastimadas las monedas piadosas que animosas emergen de mis bolsillos y ella me pregunta si estoy retratándola con mi cámara. Niego tal fechoría y me voy a paso ligero rumbo a la siguiente iglesia, ansioso de conocer una nueva historia.